Edición del centenario del nacimiento de Ray Bradbury ilustrada por Ralph Steadman con una nueva traducción de Marcial Souto.
«Qué placer era quemar. Qué placer especial era ver cosas devoradas, ver cosas calcinadas y transformadas. Empuñando con ambas manos la boquilla de latón, blandiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sentía que la sangre le latía en las sienes y que las suyas eran las manos de un increíble director que acometía todas las sinfonías de fuegos y fulgores para demoler los andrajos y las carbonizadas ruinas de la historia.»

Guy Montag es bombero en un futuro en el que no hay que apagar incendios domésticos porque las casas, tratadas con una capa ignífuga, ya no arden. Pero la nueva función de los bomberos no es menos importante: descubrir y quemar los libros que algunos todavía atesoran, prohibidos porque se considera que solo sirven para divulgar ideas falsas, difundir invenciones y mentiras y para confundir a la gente, que en cambio puede disfrutar del ocio oficial, un entretenimiento banal que ahorra el esfuerzo de pensar y llega a sus salas a través de cuatro paredes que son otras tantas pantallas de televisión.

Fahrenheit 451

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Edición del centenario del nacimiento de Ray Bradbury ilustrada por Ralph Steadman con una nueva traducción de Marcial Souto.
«Qué placer era quemar. Qué placer especial era ver cosas devoradas, ver cosas calcinadas y transformadas. Empuñando con ambas manos la boquilla de latón, blandiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sentía que la sangre le latía en las sienes y que las suyas eran las manos de un increíble director que acometía todas las sinfonías de fuegos y fulgores para demoler los andrajos y las carbonizadas ruinas de la historia.»

Guy Montag es bombero en un futuro en el que no hay que apagar incendios domésticos porque las casas, tratadas con una capa ignífuga, ya no arden. Pero la nueva función de los bomberos no es menos importante: descubrir y quemar los libros que algunos todavía atesoran, prohibidos porque se considera que solo sirven para divulgar ideas falsas, difundir invenciones y mentiras y para confundir a la gente, que en cambio puede disfrutar del ocio oficial, un entretenimiento banal que ahorra el esfuerzo de pensar y llega a sus salas a través de cuatro paredes que son otras tantas pantallas de televisión.