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Autor: Ambrose Bierce Editorial: Zorro Rojo
Las circunstancias vitales llevaron a Ambrose Bierce a adquirir muy joven el defecto ocular del cínico. Tenía diecinueve años cuando estalló la Guerra de Secesión, y fue uno de los primeros en alistarse en un regimiento de infantería de la Unión. A los veintiuno, después de luchar en varias batallas, donde se destacó por su valentía y presenció toda suerte de atrocidades, heroísmos y miserias, ya era teniente primero, y el día antes de cumplir veintidós recibió en el campo de batalla una grave herida de bala en la cabeza. A los veintiséis, retirado del ejército, empezó a dirigir en San Francisco el semanario News-Letter, donde firmaba como Town Crier («pregonero») una columna donde con agudeza, lenguaje preciso y total desinhibición se ensañaba con los hipócritas y los canallas de la política local. La columna era tan entretenida que a veces la citaban periódicos de Nueva York y hasta de Londres. En esa columna, nada menos que diez años antes de empezar a publicar (en otro semanario) las definiciones que más tarde conformarían el Diccionario del Diablo, compartió con sus lectores estas éticas promesas que se había hecho para el año 1871:
«Por el presente documento resuelvo con firmeza que durante un año, a partir de la fecha, no beberé ningún tipo de licor espirituoso, vinoso o de malta, salvo que me parezca que sería bueno suspender temporalmente esta promesa. No usaré una sola expresión blasfema —fuera del deporte— si no me he enfadado por algo. No consumiré tabaco de ninguna forma, a menos que considere que sería agradable. No robaré más de lo que pueda utilizar. No mataré a nadie que no me ofenda, excepto para quitarle el dinero. No perpetraré ningún asalto a mano armada salvo a niños de escuela, y solo estimulado por la presencia o la amenaza del hambre. No daré falso testimonio contra mi prójimo si de eso no puedo sacar algún provecho. Seré todo lo ético y religioso que la ley me obligue a ser. No me fugaré con la esposa de nadie si ella no da su libre y total consentimiento, y nunca, nunca jamás, ¡el cielo no lo permita!, se me ocurrirá llevarme también a sus hijos. No escribiré perversas calumnias contra nadie, a menos que por ello tenga que sacrificar un buen chiste. No azotaré a ningún inválido, siempre que no se le ocurra importunarme cuando estoy ocupado y donaré todas las botas de mis compañeros de habitación a los pobres».
El Diccionario del Diablo, construido a lo largo de más de treinta años, lleva hasta el extremo esa filosofía cínico-humorística que ya empezó a profesar de joven. Catálogo implacable de fallas morales que corroen a los seres humanos, por sus páginas desfilan ejemplos diversos de inmoralidad, egomanía, hipocresía, avaricia, estupidez, falsedad, intolerancia, lascivia, gula, pereza, cobardía, envidia, orgullo o egoísmo.
Como el progreso existe, si Bierce viviera hoy, ciento treinta y seis años después de presentar la primera entrega del Diccionario, no solo no corregiría su visión sino que aprovecharía para enriquecerla con conceptos tan creativos y oportunos como posverdad y hechos alternativos.
Diccionario del Diablo
Autor: Ambrose Bierce Editorial: Zorro Rojo
Las circunstancias vitales llevaron a Ambrose Bierce a adquirir muy joven el defecto ocular del cínico. Tenía diecinueve años cuando estalló la Guerra de Secesión, y fue uno de los primeros en alistarse en un regimiento de infantería de la Unión. A los veintiuno, después de luchar en varias batallas, donde se destacó por su valentía y presenció toda suerte de atrocidades, heroísmos y miserias, ya era teniente primero, y el día antes de cumplir veintidós recibió en el campo de batalla una grave herida de bala en la cabeza. A los veintiséis, retirado del ejército, empezó a dirigir en San Francisco el semanario News-Letter, donde firmaba como Town Crier («pregonero») una columna donde con agudeza, lenguaje preciso y total desinhibición se ensañaba con los hipócritas y los canallas de la política local. La columna era tan entretenida que a veces la citaban periódicos de Nueva York y hasta de Londres. En esa columna, nada menos que diez años antes de empezar a publicar (en otro semanario) las definiciones que más tarde conformarían el Diccionario del Diablo, compartió con sus lectores estas éticas promesas que se había hecho para el año 1871:
«Por el presente documento resuelvo con firmeza que durante un año, a partir de la fecha, no beberé ningún tipo de licor espirituoso, vinoso o de malta, salvo que me parezca que sería bueno suspender temporalmente esta promesa. No usaré una sola expresión blasfema —fuera del deporte— si no me he enfadado por algo. No consumiré tabaco de ninguna forma, a menos que considere que sería agradable. No robaré más de lo que pueda utilizar. No mataré a nadie que no me ofenda, excepto para quitarle el dinero. No perpetraré ningún asalto a mano armada salvo a niños de escuela, y solo estimulado por la presencia o la amenaza del hambre. No daré falso testimonio contra mi prójimo si de eso no puedo sacar algún provecho. Seré todo lo ético y religioso que la ley me obligue a ser. No me fugaré con la esposa de nadie si ella no da su libre y total consentimiento, y nunca, nunca jamás, ¡el cielo no lo permita!, se me ocurrirá llevarme también a sus hijos. No escribiré perversas calumnias contra nadie, a menos que por ello tenga que sacrificar un buen chiste. No azotaré a ningún inválido, siempre que no se le ocurra importunarme cuando estoy ocupado y donaré todas las botas de mis compañeros de habitación a los pobres».
El Diccionario del Diablo, construido a lo largo de más de treinta años, lleva hasta el extremo esa filosofía cínico-humorística que ya empezó a profesar de joven. Catálogo implacable de fallas morales que corroen a los seres humanos, por sus páginas desfilan ejemplos diversos de inmoralidad, egomanía, hipocresía, avaricia, estupidez, falsedad, intolerancia, lascivia, gula, pereza, cobardía, envidia, orgullo o egoísmo.
Como el progreso existe, si Bierce viviera hoy, ciento treinta y seis años después de presentar la primera entrega del Diccionario, no solo no corregiría su visión sino que aprovecharía para enriquecerla con conceptos tan creativos y oportunos como posverdad y hechos alternativos.
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